El brillo de la pantalla opaca todo a su alrededor y a sus espaldas el cuarto desaparece entre las pestañas. Normal, unos cuatro o tres metros y algo de largo y unos dos y algo de ancho. Una ventana con su respectiva cortina. Una cama. Una puerta. De ahí en adelante es irrelevante.
El reloj de la computadora marca las cuatro y cincuenta de la mañana. Es difícil seguir el ritmo. Una pequeña pausa y te descarrilas de la vida. Con lo tremendo que es volver a subirse al vagón que no para.
De repente no sabes si es de día o de noche, algunos ríen al respecto. ¿Queda acaso algo más que reír junto con ellos? Poco después dejas de verlos, se te ha doblado la espalda y debes mantenerte quieto, pero la quietud te pone inquieto. Es como un círculo, una espiral, más tienes entrada y tienes quiebre. Humano y finito debías ser.

Corriste, lo sabes, y sin embargo, el tren se ha vuelto a ir.
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